Aprender a comunicarnos
El lenguaje nos libera: nos permite afinar nuestras ideas, expresar sentimientos y construir un puente con las personas que nos rodean. Sin embargo el miedo a herir o a ser rechazados a menudo nos inhibe, y cuando la oportunidad para dialogar se presta, por alguna razón el silencio se instala. Frente a esto, el reto es dotar a las palabras de una intención sincera y retomar el valor de hablar desde el interior. Nuestras relaciones de pareja, familia y de trabajo se verán enriquecidas.
Un acuerdo total sin rasgos discordantes ni malentendidos es sólo una ideal que no existe en la realidad. El lenguaje tiene factores tanto de tipo social como del ámbito inconsciente, y parece que existe un abismo entre el sentido común de las palabras, las definiciones del diccionario y el significado que éstas tienen para nosotros. Nuestros diálogos dependen mucho de la naturaleza, así como de la calidad de todas las relaciones que tenemos con los interlocutores. Por eso en familia o en pareja, lo que suele conducir el intercambio es la ambivalencia afectiva. Al final, nuestros juegos verbales se construyen de acuerdo con aquellos rasgos que definen la complejidad de las relaciones humanas: ¡son imperfectos y rara vez trasparentes!
De los gestos a las palabras
Según Ruth Axelrod, doctora en psicología clínica y psicoanalista, el punto de partida del problema de la comunicación es el desfase que existe entre nuestros dos tipos de lenguaje: el no verbal, en el que entran en juego la mirada, el tono, la cercanía corporal y la atención, y el verbal que está regido más por instancias sociales y morales, o sea por lo que se permite, o no, decir.
Durante el primer año de nuestro desarrollo las formas de expresión no verbales van gastando nuestra posibilidad de tener contacto y apego. Posteriormente empieza a haber una distancia entre lo que dicen nuestros gestos y las palabras que pronunciamos. Según Diana Cardona Stroffregen, coordinadora de posgrados en comunicación de la Universidad Intercontinental, «si por ejemplo, emitimos un mensaje en tono afectivo, pero los gestos faciales denotan reserva y el léxico es muy formal, se crea confusión acerca de la verdadera intención del mensaje y lo que se genera es un «mal expresado». Cada quien interpreta, según sus expectativas, lo que asume como importante o lo que le conviene comprender. Y por dicha razón existen tantos malos entendidos en una relación.
Inhibirnos desde niños
La palabra no puede convertirse en un instrumento de intercambio y de plenitud sin la presencia de un oyente. De pequeños, muchos de nosotros quizás no fuimos escuchados y en la edad adulta no nos atrevemos a expresar nuestros sentimientos ni tampoco logramos hacer valer nuestro punto de vista. Las inhibiciones aparecen cuando los padres no respetan los intentos de expresión de los hijos: «Deja hablar a los adultos, tú no sabes nada, eres demasiado pequeño». Esta actitud termina de manera sistemática por generar bloqueos que hacen decir a los padres: «¡Es increíble! Este niño es demasiado introvertido». La inmadurez de los padres que se ríen de sus hijos cuando éstos, a pesar de todas las dificultades intentan pronunciar alguna palabra, convencerá a los pequeños de que ellos no tienen derecho a equivocarse. Asimismo la intolerancia de un padre rígido y dogmático, convencido de tener siempre la razón, será un motivo perjudicial para la comunicación, E Imprimirá en el inconsciente del niño la creencia de que contradecir a su interlocutor es algo negativo.
Escudarse en los reclamos
Cuando crecemos, comienzan a imperar normas sociales y códigos en nuestras conversaciones. Éstos se manifiestan a través de formas de cortesía, de prejuicios, de frases vacías de una verdadera intención: el típico «¿Cómo estás?», «bien, y tú». Por las mismas restricciones de nuestro entorno resulta difícil entablar un diálogo desde nuestras necesidades y emociones.
La maestra Cardona considera que en la sociedad desarrollamos «un mecanismo de defensa para responder al riego que representa competencia, tanto social como laboral». Aprendemos que sólo debemos expresar la información que ayude a nuestro desempeño en nuestro grupo de pertenencia, y hacemos todo lo posible para no delatar nuestras emociones.
Dentro del ámbito familiar, un buen número de las discusiones sirven para disfrazar diversos tipos de mensajes. Es común que detrás de nuestros reclamos existan razones o motivaciones más profundas que no son dichas abiertamente. Teresa, de 38 años, recibe una llamada telefónica de su madre, que está enfurecida: su hijo adolescente pasó el fin de semana en su casa de campo y no recogió la basura de la fiesta. ¿Por qué su madre no se dirige mejor al principal responsable? La abuela busca, una vez más, decirle a su hija que educa mal a su nieto, que es una madre que no cumple bien su rol. Expresar esto directamente resulta demasiado duro, por lo que prefiere protegerse tras algunas acusaciones aparentemente bien fundadas. Según Diana Cardona «la falta de transparencia esconde miedo y vulnerabilidad». Quizá lo que hacemos es proyectarnos en aquellos a quienes criticamos. Sin embargo, por más que tratamos de disfrazar nuestras emociones, estás se manifiestan a través del tono de voz y de nuestros gestos. En estas circunstancias nuestro interlocutor siente desconfianza hacia nosotros, por lo que impone una distancia. Al final quedan dos personas que establecen diálogos sordos, que provocan frustraciones.
¿A quién nos dirigimos?
No siempre elegimos a nuestros interlocutores de forma acertada. Cuando atribuimos a los demás un lugar que no les corresponde, los intentos de transmitir un mensaje se tornan complicados. » La dificultad verbal se produce porque existe un desfase entre nuestra intención y lo que el receptor quiere; entre aquello que como interlocutores podemos ofrecer y lo que espera nuestro destinatario. Asumir que sabemos lo que el otro quiere decir es el «pecado» de la comunicación», dice la doctora Ruth Axelford.
No sólo es importante tener presentes nuestras emociones a la hora de entablar un diálogo. Es igualmente necesario tomar en cuenta las propias posibilidades y condiciones de nuestra escucha (género, edad, grado de cercanía, contexto en que se desarrolla la relación), pero no todo el mundo está en condiciones de responder a nuestras demandas. Aprender a respetar los espacios de los demás es imprescindible para alcanzar una buena comunicación.
Sanar el lenguaje
No sólo debemos tomar en cuenta las necesidades propias, también procurar que los otros sientan la libertad de expresar sus opiniones es importante. Dejar de reclamar a las personas lo que no les atañe, confirmar si nuestros mensajes han sido bien recibidos… Todo esto contribuye a que nuestros intercambios verbales sean menos complicados. Construir relaciones de confianza con los demás es un factor fundamental. Si procuramos cada una de nuestras palabras y nos preocupamos por la forma en la que las emitimos, podemos ir construyendo un espacio donde la intimidad sea el punto de partida del intercambio de nuestra pareja, nuestros amigos y nuestros hijos.
Y en este espacio, a fin de cuentas, las palabras complicadas podrán hacerse a un lado para dar paso a un silencio donde seguramente nos encontraremos con los otros.
Para leer:
- Entendámonos, de Lila Martinez, Ed. Paidós, 2005. Esta obra sugiere pautas para mejorar nuestras relaciones a través de lo que decimos.
Fuente: Isabel Taubes, Psychologies, pags 60 a 63, num, 15.
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