A mi mami… y a todas las mamás de niños con enfermedades raras
Mucho se habla sobre los niños con enfermedades raras, que si hay que darles tal o cual tratamiento, que si necesitan educación y cuidados especiales, que hay que brindarles la mejor calidad de vida posible, alimentación adecuada a su padecimiento, múltiples visitas médicas, tratamientos paliativos, y un sinfín de terapias además de lo que típicamente necesitan los infantes, una crianza positiva, momentos de recreación y mucho, mucho, mucho tiempo… Los niños y niñas con enfermedades raras necesitan demasiadas cosas pero, ¿quién los provee de todas ellas? ¿quién es capaz de dar, dar, dar y dar? ¿quién comparte con ellos sus alegrías? ¿quién los acompaña en el dolor? ¿quién lucha a capa y espada cuando algún mequetrefe se atreve a lastimarlos? ¿quién los acompaña en cada visita médica? ¿quién les canta para apaciguar el dolor? ¿quién les esconde el horrendo sabor de una medicina en un caramelo? ¿quién les pone un curita de mickey mouse en los múltiples piquetes que reciben? Es decir, ¿qué clase de ser supremo con poderes especiales es capaz de aguantar todo esto y además de todo, hacerlo con una mirada de comprensión y una sonrisa de “aquí estoy para ti, siempre”, ¿QUIÉN…?
Lo adivinaron, LAS MAMÁS. Conozco muchos hermosos casos, pero en esta ocasión honraré a mi favorita, mi mami.
Cuando Gaby (así se llama mi mami) tenía 21 años tuvo a su primer hija, una pequeña muy fuerte y sana. La pequeña Gabita era un huracán, jugaba, subía, bajaba, hacía travesuras como cualquier niña saludable de su edad. Un día en el parque Gaby vio a una mamá con un pequeño con una discapacidad, quizá producto de alguna enfermedad y pensó en lo afortunada que era, volteó al cielo y agradeció a Dios por su pequeña Gabita, “Gracias, Dios mío, por regalarme una nena sana, yo no podría con ese paquete”. Gaby no sabía lo que la vida le tenía preparado…
Años después Gaby volvió a casarse y fruto de ese amor nací yo, una bebita preciosa y rozagante, aparentemente sana pero que escondía un gran secreto: una rara enfermedad. Muy pronto la enfermedad de Gaucher comenzó a presentarse a través de síntomas que llamaron la atención de la familia. A los 2 años de edad ya no era esa niñita sana, tenía el abdomen abultado y un bajo conteo de plaquetas; el diagnóstico, como es tradición en el tema de las enfermedades raras, llegó después de muchos médicos y dolorosos estudios, y digo dolorosos no refiriéndome a inyecciones, aunque las hubieron, hubieron muchas, pero a lo que me refiero con dolorosos es a procedimientos como oxitometrías (dolorosos piquetes de arteria a la altura de la muñeca) o punciones lumbares, si en plural, porque la muestra de mi primer punción la perdieron en el hospital, así que tuvieron que realizarla por segunda ocasión. En ese tiempo la prueba se realizaba con los niños completamente conscientes. ¿Te imaginas una aguja gigante entrando en el cuerpito de tu nena de 3 años? Los gritos de dolor eran devastadores para cualquiera que los escuchara, pregúntenle a mi papá, quien lloraba mientras se asomaba por la ventanita de la puerta del consultorio mientras la aguja traspasaba a la altura de mi columna vertebral. Mamá aguantó y sostuvo a papá mientras lloraba de impotencia y de dolor.
Mi mami me enseñó que tantos estudios y tantas visitas al hospital eran por mi bien, que los doctores y las enfermeras eran buenas personas que trataban ayudarnos; me explicó que las inyecciones dolían menos si yo me quedaba quietecita y cooperaba con lo que me pidiera la enfermera, muchas de ellas se sorprendían de lo bien que me portaba cuando me sacaban sangre. Para mi las inyecciones en el brazo son pan comido desde que tengo uso de razón, sin embargo había otras inyecciones, las que me ponían en la pompi porque mis defensas estaban muy bajitas. Cada semana mamá me llevaba a que me las pusieran, al llegar me acostaban en una camilla boca abajo, mami se sentaba en el suelo para poder ver mi carita, todo el tiempo hacía contacto visual conmigo, me tomaba la mano, me acariciaba cariñosamente y me decía que me pusiera flojita para que la medicina no doliera tanto. Esas inyecciones me dolían hasta el alma. Un día, no seguí las instrucciones y me puse dura, no quería más dolor, “ya no mami, ya no”, gritaba, mientras me movía para que no me la pusieran. Mi mami se levantó, me sostuvo y la aguja entró con muchísimo dolor. Lloré como nunca, pero de pronto algo sucedió, algo que me hizo comprender. Vi a mi mami de perfil, ella también lloraba ¿cómo es que le dolía si a ella no la habían pinchado? Se limpió las lágrimas y me dijo: “a mi también me duele, mi vida, pero es por tu bien”. Al salir me compró mis gomitas favoritas en la tienda de la esquina y nos fuimos cantando en el coche, todavía dolía un poco, pero me reconfortaba la mirada tierna de mamá por el retrovisor, mis gomitas deliciosas y el curita de Mickey Mouse que traía en la nalguita.
El dolor es el síntoma más constante en mi enfermedad, bueno, por lo menos el que a mi más me ha pegado, porque si bien sólo hay 3 tipos de Gaucher, cada paciente lo vive de manera diferente.En mi caso el dolor sigue siendo una constante.
Aunque me diagnosticaron a los 4 años, recibí tratamiento hasta los 11, bueno, recibimos, mi hermanito y yo, el era un bebito de 5 meses cuando después de esas punciones lumbares confirmaron mi diagnóstico y les dijeron a mis padres que era algo genético y que otro hijo podría también presentar la enfermedad. Mi hermanita Gabita no la tuvo porque ella es hija de otro papá, así que ella estaba libre de Gaucher. No hubo necesidad de tantos médicos y estudios para confirmar el diagnóstico de mi hermano, afortunadamente yo ya había pasado por eso a nombre de ambos.
Como decía, sobreviví hasta los 11 años, la enfermedad fue muy dura conmigo, además los errores en las prácticas médicas de ese entonces empeoraron la situación. Los médicos decidieron sacarme el bazo; se supone que el bazo de una persona es del tamaño de su dedo meñique, a mi me sacaron casi un kilo de bazo cuando tenía 4 años de edad. En la actualidad se sabe que ese es uno de los peores errores que se cometen con los pacientes con Gaucher, pues si las células dañadas no tienen bazo que atacar, se van directamente a los huesos y ¡oh dolor de huesos! es el más fuerte que conozco.
Mi cadera, fémures y rodillas comenzaron a sentir todo el peso de la enfermedad, y sufrí lo que en la literatura médica se conoce como infartos óseos que son dolores como de fractura sin que exista fractura alguna, el dolor no me permitía caminar, era tan fuerte que a veces no me permitía ni dormir. Para ese entonces ya era un poco más grande, los infartos óseos se presentaron entre los 7 y 11 años, comprendía mucho mejor lo que sucedía y sabía el dolor que mi dolor le causaba a mis papás. A veces les mentía acerca del nivel de dolor que sentía para que no se preocuparan pero había otras veces que era tan insoportable y severo que aunque mintiera ellos podían ver en mi cara el insufrible dolor.
Imagínense, ver sufrir a tu hijo, saber que hay un tratamiento que lo podría ayudar pero que no se lo quieren dar porque es carísimo y el gobierno no lo quiere comprar, y tener la certeza que a la larga, la falta del mismo va a ocasionar su muerte.
No solo mis papás lo sabían, yo también era consciente de ello, pero no temía porque sabía que papá estaba planeando algo grande para conseguir el tratamiento, él se ausentaba mucho, pensaba, pensaba, pensaba, trataba de resolver un acertijo complicadísimo, mientras mamá seguía siendo el soporte que no me dejaba caer ¿saben que hizo mamá? aprendió todas las terapias alternativas habidas y por haber, reiki, majikari, masajes holísticos, nos llevó con chamanes, curas y homeópatas, nos preparaba las comidas más nutritivas del mundo y nos hacía creer que eran deliciosas, bueno lo son, pero mis compañeritos de la escuela nunca querían ir a comer a mi casa por lo que habían preparado: Crema de espinacas, o de betabel o lentejas con verduras, hígado encebollado, agua de piña con pepino… “¡Mmm!” decía mami a cada bocado que daba y Toto y yo, como cualquier típico niño que copia lo que ve en casa también decíamos: “¡Mmm!” y comíamos esa bomba saludable sin quejarnos ni un poquito.
Cuando ocurrían los infartos óseos mami me sobaba, me cantaba, me daba reiki, me ayudaba a meditar llevándome a mi “santuario personal” un lugar precioso, lleno de árboles y animalitos, con clima cálido y una pileta de agua curativa. En la meditación me pedía que imaginara que iba vestida con una hermosas túnicas de color verde, porque el verde es salud, el verde es vida, decía, y tras un baño en aquel líquido curativo me acostaba en una cama de nubes donde varios ángeles me llenaban de luz. Mientras hacía este ejercicio de imaginería respirábamos apaciguadamente y me hacía cariñitos, muchas veces también estaba Toto, así que nos hacía cariñitos a dos manos, ella en medio de la cama y mi hermanito y yo a cada lado, finalmente nos quedábamos dormidos.
Fueron muchos días así, muchas semanas, muchos años, pero a pesar de todo lo que se esforzaban mis papás la enfermedad seguía haciendo estragos. Un día el dolor fue tan severo que mis papis decidieron darme un par de aspirinas para calmarlo, el ingrediente activo de las mismas causó várices en todo mi sistema digestivo. En la madrugada mi cuerpo colapsó y mis papás presenciaron la escena más impactante de mi enfermedad. Me encontraba casi a punto de desmayarme recargada en una pared, había vomitado litros y litros de sangre y algo que parecía el hígado de algún animal pero que simplemente era más sangre coagulada. Me llevaron de inmediato al hospital, el médico se congratuló por la rapidez de su respuesta, “si la hubieran traído unos minutos tarde, la niña hubiera entrado en shock hipovolémico por tanta sangre que perdió”. Una vez más mis papás me salvaron la vida.
Hasta este punto del relato muchos pensarán cosas que he escuchado a lo largo de mi vida: que soy muy fuerte, que aguanto demasiado, que soy resistente, que soy una guerrera… La realidad es que yo no tenía opción, es decir, ¿cómo me iba a rendir cuando veía a esos dos gigantes, (perdón la expresión, pero no hay otra para definirlo) partirse la madre por salvarme la vida. Ellos sufrían igual que yo pero además tenían que resolver el problema, un problema complicadísimo de resolver. Yo, por mi parte, lo único que tenía que hacer era aguantar, yo no me iba a rendir, no me iba a dejar morir, ¡no señor!, no después de todo lo que ellos estaban haciendo. Créanme, los hijos con enfermedades raras sabemos el esfuerzo que realizan y muchas veces sentimos que no tenemos forma de agradecérselos.
Me transfundieron mucha sangre, el proceso de curación de mi sistema digestivo fue lento y doloroso y requirió de varias sesiones de endoscopía a las que por supuesto me llevó mi mami, un día a los médicos se les pasó un poco la anestesia y estuve como borracha toda la tarde, eso fue divertido, arrastraba las palabras y tiré todo mi boing de uva en el carro, mi hermanito rió mucho y mi mamá, aunque preocupada, también se divirtió. Llegando a casa dormí un rato y cuando desperté no recordaba cómo había llegado del hospital a la casa.
La vida siguió, la enfermedad también, y hubo un punto en que me encontraba tan débil que mis padres decidieron darme un año sabático, pues aunque tenía ganas de ir a la escuela no tenía fuerzas para hacerlo. En ese año, y tras todo el incansable esfuerzo de mi padre, nos autorizaron el medicamento.
La historia a partir de que tenemos tratamiento es muy diferente, muchos síntomas se revirtieron, el dolor se redujo notablemente, crecimos mucho y tuvimos más energía. Obviamente hay cosas que no pudieron arreglarse, como los daños en los huesos y lo afectados que quedaron mis pulmones, razón por la cual me han operado algunas veces más, pero la calidad de vida con y sin tratamiento es abismalmente distinta.
No fue sino hasta que tuvimos tratamiento que mi madre se permitió enfermarse de nuevo, a lo que me refiero es, desde que nos diagnosticaron en 1990 hasta que nos autorizaron el medicamento en 1997 a mi mami no le dio ni una gripa, nada, no se enfermó de absolutamente nada, toda su energía estaba destinada a mantenernos bien, a mantenernos vivos.
Mi papi logró lo que muy pocos han logrado, hoy en día gracias a la asociación que tenemos hemos ayudado a casi medio millar de familias en la misma situación que nosotros y eso me llena de felicidad y orgullo.
Mi mami sigue siendo ese sostén en mi vida, la fortaleza envuelta en ternura que no me deja caer, es, sin lugar a dudas, la mejor mamá del mundo y si algún día la vida y mi salud me permiten convertirme en madre quisiera ser aunque sea la mitad de maravillosa que Gaby, la mitad de maravillosa que mi mamita.Watch Cyberbully (2015) Full Movie Online Streaming Online and Download
Con amor, para todas las mamás de niños y niñas con enfermedades raras pero sobre todo para Gaby, mi mami.
Pali
(La más hermosa a sus 60 años)
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