Hay palabras con un poder devastador. Ciertos diagnósticos producen estupor y temblores al hacer evidente nuestra levedad y ponernos delante y a las claras la cercanía de la muerte.
No es sencillo dar malas noticias en el mundo sanitario. Hace unos días me tocó acompañar uno de esos diagnósticos terribles. La primera información la recibió del especialista de aparato digestivo, al que derivé sospechando enfermedad, que le contó lo que vio en la endoscopia. Su mujer me avisó del estado de nervios en que se hallaba sumido desde entonces. Programé una visita para hablar con él. No fue una consulta fácil pero conseguimos hablar del problema y de cómo lo estaba llevando, pudimos normalizar, dar empatía, animar y sugerir algún curso de acción en base a los verbos desahogar, comunicar, dejarse cuidar y dejarse acompañar. Ese mismo día tuve que atender a 75 personas más, como se suele hacer en otros países de escaso desarrollo. Si hubiera podido dedicar algo más de tiempo probablemente habría añadido calidad al encuentro, pero es lo que hay.
El hecho de que una enfermedad importante se constituya en una crisis vital nos hace habitualmente buscar sentido a la misma. Necesitamos respuestas. ¿Por qué me ha pasa esto a mí? ¿Qué he hecho yo para que me pase? ¿Qué sentido tiene? ¿Cómo lo superaré?
La enfermedad tiene el sentido que el que la padece quiera darle. Por sí misma es una manifestación neutra de un desequilibrio de la esfera física, psicológica, social o existencial de la persona o una combinación de estas. Desde antiguo sabemos que cada enfermedad se compone de una serie de síntomas (manifestaciones subjetivas, por ejemplo el dolor) y signos (manifestaciones objetivas, observables y medibles por un observador, por ejemplo la fiebre). El paciente experimenta sensaciones corporales además de emociones y pensamientos derivados de las mismas. Surgen ideas recurrentes en forma de preocupación y valoración o juicio de lo que está pasando junto a emociones de miedo, asco, disgusto, ansiedad o enfado. La intensidad de las mismas hace que sea difícil manejarlas y que las estrategias habituales de distracción, negación o huida no funcionen.
Los consejos de los demás tan poco suelen servir de mucho dado que van en la línea de lo que la gente hace ante problemas menores y es precisamente lo que no nos funciona. Por otro lado cuando acudimos a los servicios sanitarios suelen centrarse en diagnosticar y tratar la enfermedad y sus síntomas y dicen poco sobre cómo manejar los pensamientos y emociones que nos sobrepasan. Dentro de la sanidad son la enfermera de atención primaria y los médicos de familia los que suelen conocer bien a los pacientes y están en mejor posición para acompañar estos procesos y facilitar la generación por el paciente de narrativas que doten de sentido su situación vital y le ayuden a afrontarla y sobreponerse a la adversidad.
Para poder hacerlo se precisa de una organización razonable. Con 76 pacientes en cinco horas de consulta no parece posible. Y si bien es verdad que esa cifra es extraordinaria y no habitual también lo es que el deterioro del sistema sanitario público nos va empujando lenta y progresivamente a consultas sobrecargadas, deshumanizadas y burocratizadas. Un tipo de medicina «de cupo» que se ejercía en este país hace muchos años típica de economías poco desarrolladas a la que parece que nos dirigimos sin que a políticos, ciudadanos o profesionales de la salud parezca importarles mucho.
No encontrar sentido a la enfermedad produce sufrimiento y aumenta el consumo de recursos sanitarios de forma ineficiente tanto para el paciente como para los demás. Y en una sociedad con menor tolerancia a la dificultad, redes familiares y sociales de sostén más débiles y menor capacidad de reflexión e introspección lo que la gente termina demandando es que la seden de alguna manera para no tener que enfrentarse a tanto malestar. Terminamos haciendo barra libre de psicofármacos, entre otras cosas, sin que el paciente consiga experimentar el suficiente alivio.
Para dotar de sentido a la enfermedad es necesario hablar de ella, tomar consciencia de lo que sentimos, pensamos y experimentamos. Mirar de frente nuestros miedos, emociones y pensamientos más oscuros. Sacar a la luz el horror que imaginamos y los terribles escenarios que nos torturan. Para ello precisamos de narrativas habladas o escritas, necesitamos construir historias que nos muestren lo que hay para que lo podamos compartir y manejar mejor. Para que tengamos la oportunidad de llorarlo desbloquearnos y de esa forma nos podamos aliviar.
¿Quién favorece hoy esas narrativas cuando la gente no tiene con quién hablar sus problemas más profundos?
En un tiempo sin familias extensas ni amigos del alma, donde todos tenemos infinitos conocidos en redes sociales pero muy poca gente real a la que poder contar lo que nos preocupa, donde ya poca gente recurre a sacerdotes o religiosos para confesar sus problemas y pocos pueden permitirse económica o culturalmente un psicólogo, ¿quién va a acompañar nuestra enfermedad grave o nuestra muerte?
Yo no lo fiaría todo a lo profesionales de la salud. Si la tendencia es que tengan que atender a 76 pacientes cada día no quedarán muchos con una mínima salud mental cuando de verdad tengamos necesidad de ellos.
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